En los últimos años se ha sucedido una serie de hechos que ha puesto en entredicho la validez de la teoría que reduce la explicación de los trastornos mentales a simples desequilibrios bioquímicos, así como ha aumentado el número de voces que advierte sobre el peligro de que la industria farmacéutica haya acumulado demasiado poder e influencia a la hora de determinar qué es lo que puede considerarse enfermedad mental y cómo tratarla.
Asimismo, recientes estudios (equipo de Erick H. Turner) advierte que la aparente efectividad clínica de los fármacos antipsicóticos de 2ª generación puede estar influida por el denominado sesgo de publicación, que consiste en la tendencia a la publicación selectiva de ensayos clínicos favorables, en detrimento de los ensayos que no han obtenido dichos resultados.
A partir de las conclusiones establecidas por diferentes investigaciones (ver estudios realizados por Erick H. Turner, Paul Andrews, Robert Whitaker), la validez del modelo farmacológico que impera en nuestros días para tratar los trastornos mentales es, cuanto menos, muy cuestionable. En contrapartida, y si tenemos en consideración la evidencia científica de los últimos años, la terapia psicológica y, específicamente, la terapia cognitivo-conductual, ha demostrado ser una alternativa más eficaz y económica que los fármacos para determinados trastornos mentales, como es el caso de la ansiedad y la depresión, y a diferencia del tratamiento farmacológico, no supone ningún riesgo para la salud y no presenta ningún efecto secundario adverso.
